domingo, 9 de enero de 2011

MITOS, MITOS, MITOS





En mi opinión, y perdón por escribir en primera persona, pero estoy solo frente al teclado, lo escrito por Adrián Pietryszyn, es muy revelador, aunque no me guste ese tufillo a intelectual con que nos cachetea en el escrito, más si esta publicado en un diario que tiene una línea popular.
Está bueno, dirían los opinólogos, que se aclare de una vez por toda que son los mitos.
Sin embargo, por más filósofo y epistemólogo francés que lo diga, el mito es una creación popular, que por popular es aprovechado por todo el mundo. Algunos lo aprenden, otros lo aprehenden, otros lo desprecian,  y otros lo usan de indumentaria. Ejemplos tenemos a rabiar, desde cantantes de Rock, o Gardel, y con respeto para los que creen en él: Jesús. Todos mitos que desde distintos lugares son populares.
Y los mitos son eso, una creación de la sociedad, en una sociedad “globalizada” como les gusta decir ahora, que abarca el más amplio espectro de una filosofía económica que los convierte en etiquetas de ismos, enmarcándolos en ideologías que existen por más que en los noventa se hayan esforzado por  decir que la ideología “ha muerto” igual que la historia, una afirmación nos vendió una perversidad, la otra un número considerable de libros que llenaron las bodegas de su autor.
Es por eso Adrián que creo igual que usted que TODOS PODEMOS SER Che Guevara, Gardel o Jesús con perdón de los que creen en él.
Es más si queremos exagerar la afirmación de que todos podemos ser el Che Guevara, bien podríamos decir que todos los niños que día a día mueren de hambre en el planeta son mitos o sea Che Guevaras, Gardel o Jesús, al igual que todos nosotros según la opinión de Dn. Gusdorf. Pero en realidad y es eso lo que me parece que no se dieron cuenta en el artículo es que sino nos descuidamos de los perversos poderosos que nos hacen creer que los mitos son funcionales al sistema, pronto gran parte de la humanidad seremos mitos y podremos hacer una camiseta con la fotos de CNN de un chico con la panza hinchada y lleno de moscas que ocupara todo nuestro pecho.   

Adrián Pietryszyn: Cualquiera puede ser el Che Guevara
Dice el revolucionario Vladimir Ilich Lenin en el comienzo de El Estado y la revolución que el capitalismo tiene la capacidad de convertir a los grandes revolucionarios en íconos inofensivos, canonizándolos, rodeando sus nombres de una cierta aureola de gloria para “consolar” y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando su filo revolucionario, envileciéndola.
Claro, Lenin se refería a Karl Marx y al marxismo, y la tergiversación de su pensamiento por aquellos que Lenin consideraba aliados o funcionales a la clase dominante, la burguesía.
Pero en esos breves párrafos, el revolucionario ruso develaba una estrategia de dominación del capitalismo que se repetiría a lo largo de la historia. Ni por asomo se hubiera imaginado lo que sucedería muchos años más tarde con otro revolucionario, un argentino que protagonizaría una de las revoluciones más importantes de la historia. Nos referimos a Ernesto “Che” Guevara. Si a Lenin lo irritaba lo que en ese entonces sucedía con Marx, con esa entronización que vaciaba su contenido revolucionario, no quisiéramos pensar lo que opinaría de lo que ha sucedido con el Che.
El lector atento podría sugerir que el hombre de la revolución cubana es un verdadero ícono de la lucha revolucionaria, que es miles de banderas en todo el mundo levantadas en las luchas populares. Es cierto. Pero no menos cierto es que su figura ha sido convertida en mito, y con ello –y aquí es donde queremos detenernos–, se ha rodeado de esa “aureola de gloria” que Lenin denunciaba acerca del revolucionario pensador alemán.
El procedimiento de otorgarle un carácter mítico a la figura del Che Guevara lleva a que se lo ponga en un altar y así, se lo sacraliza, se lo vacía de contenido revolucionario. Lo convierte en una figura merecedora de respeto. Desde esta perspectiva, las clases dominantes destacarían el modo en que el Che defendió sus valores e ideales, su perseverancia y liderazgo, su carácter para alcanzar objetivos, es decir, atributos que pueden tomarse como ejemplo, no para una transformación social, sino para el éxito individual, para triunfar en la vida, o mejor dicho, en el imprevisible e incierto mundo del libre mercado.
En esta línea, la mitificación del Che, produciría como principal efecto la imposibilidad de imitarlo. Es decir, Ernesto Guevara hubo y habrá uno solo, único e irrepetible. 
Aunque sea conceptualmente complejo, debemos explicar que aquí no entendemos al mito como una simple narración, relato o leyenda, sino como lo que el francés Georges Gusdorf en Mito y Metafísica llama “conciencia mítica”.  Esta es una concepción del mito no como narración sino como una estructura de existencia.
El filósofo y epistemólogo francés lo entiende como una afirmación de totalidad. El mito tiene por función hacer posible la vida. Ofrece un lugar a las sociedades humanas y les permite perdurar. Garantiza su existencia constantemente expuesta a la inseguridad, al sufrimiento y a la muerte. El mito permite constituir una envoltura protectora, en cuyo interior el hombre encuentra su lugar en el Universo.
Como dice Gusdorf, la historia nos presenta un horizonte abierto, es decir, inquietante. Pero el hombre, por instinto, busca estructuras cerradas, que sean garantía contra los acontecimientos y sus amenazas. Gracias al mito, lo insólito se convierte en habitual: ocurre siempre la misma cosa, es decir, no ocurre nada. Marchamos entonces con banderas del Che probablemente hacia ningún lado, nos vestimos como él y usamos sus remeras, nos dejamos la barba y pintamos su inalterable figura en rígidas paredes.
Pero lo más interesante del planteo de Gusdorf, es que el mito tiene una función dual. Es a la vez conservador y liberador. Por un lado, mantiene y reproduce un statu quo determinado. Esta faceta es la que utiliza el capitalismo, resignificando los símbolos e ideales revolucionarios para volverlos, como argumentaba Lenin, estériles. Como consecuencia, el efecto es la paralización, una cristalización conservadora del espíritu liberador del mito. La repetición y la estandarización son los mecanismos por los cuales el capitalismo exalta el carácter conservador y por los cuales diluye su espíritu liberador.
La novedad que ofrece la proposición de Gusdorf, a diferencia de Lenin, es ese resquicio por el cual se podría contrapesar ese efecto conservador. Lo importante, lo audaz, sería pensar a Ernesto Che Guevara en su dimensión más histórica y obstinada.
En este sentido, el mito no sólo debe ser considerado como una perpetuación de una realidad dada, también abre espacios para una inspiración liberadora, que transite un rumbo de transformación de la realidad. El mito puede ser también explosivo, imaginación y pensamiento mágico, creatividad pura. Podría ser, en definitiva, posibilidad de utopía, y con ello la búsqueda de formas de liberación, que no necesariamente se alisten en el camino de la lucha armada.
Es factible especular entonces que hubo (hay y habrá) muchos como él, muchos hombres y mujeres anónimos, muchos Che Guevaras, que por azar o fortuna no han quedado en los anaqueles de la mitología moderna, pero que supieron enfrentar a la muerte en su intento de trasformación de la sociedad capitalista. Podemos inferir, en definitiva, que es posible pensar que cualquiera de nosotros puede ser un Che Guevara.
Fuente texto: diario Tiempo Argentino, 24 de diciembre de 2010

domingo, 2 de enero de 2011

LA OTREDAD




Nunca he podido corregir, insinuar, algo a quien admiro, y es mi caso con José Pablo Feinmann, que se ha convertido en estos años un modelo de la argentina que piensa (según mi humilde entender, se pueden contar con los dedos del cuerpo).
Desde mi lugar de Arqueólogo he leído en los últimos años algunos trabajos que proponen una mirada del otro desde la Etnonoarqueología, para poder así comprender más la conducta de las sociedades no existentes. O si, como es mi caso, queremos darle una explicación desde el que "perdió" estudiar al "otro" conquistador, invasor, asesino, como quieran llamarlo.
Por eso cuando uno admira a alguien puede hacer dos cosas o subirse al ego y criticarlo buscando orificios milimétricos como larvas, o decir, si, estoy de acuerdo. En esta segunda opción se puede aportar, sabiendo que lo único que se hace es como pintar una pequeña imperfección que uno ve en la pared porque justamente la ve desde afuera.
Lo que he leído en este artículo de JPF, me remitió casi inmediatamente a los años 60, cuando los argentinos recién estaban descubriendo Brasil, como si nunca hubiera estado allí, y las clases medio(cre) argentinas se espantaban de lo racista que eran los brasileros, y justificando a los norteamericanos, porque bueno ellos eran esclavistas por naturaleza, en cambio nosotros eramos una sociedad amplia, sin prejuicios de color, ja, los pueblos originarios ni a otros llegaban, los criollitos/tolitos del norte eran peones o sirvientas en las casas de la ¿aristocrática? sociedad argentina. Ese imaginario colectivo, muy propio de la creación de mitos de nosotros los argentinos, iban acompañados de que tenemos el bife más rico y mejor del mundo (perdón Cordera) o la Av, mas ancha del mundo (claro estaba en BsAs)y así una lista que no quiero escribir porque me va a ayudar a perderme en el punto.
Los argentinos siempre odiamos al otro, construimos el país en  base a ese concepto, y hasta inventamos slogans para impedirnos ver el trasfondo de esto: azules y colorados, boca y river, Piazzolla y Troilo. Es más nos ufanabamos de lo bruto que eran los Norteamericanos, cuando enviaban una carta por correo postal ponían BsAs, Brasil, ¡que bestias, que incultos! no sabían geografía. Yo que a los del norte no los quiero ni así de poquito, pensaba porque no se habrán quedado de verdad en los depósitos del correo de Brasil todas esas cartas, capaz que de algún golpe de estado nos hubiéramos salvado.
Siempre hemos pensado los argentinos que el otro era un mal tipo, lo disfrazamos al odio de clásico, de enfrentamientos dicotómicos, pero nunca aguantamos al vecino, ni siquiera el que está cruzando la cerca de ligustro.
Estimado JPF, le pido disculpas por tanto atrevimiento de escribir sobre algo que usted escribió, pero como me dijo una vez una profesora de Antropología Social: "si con mis clases logro que uno de ustedes cambie y despierte a la apertura de mente, me siento satisfecha", y usted JPF logró eso conmigo, me abrió los ojos y me hizo recordar una época que se estaba en la calle y se escuchaban todos estos mitos, basados en su explicación de la otredad. Gracias        

José Pablo Feinmann: El argentimedio y su odio al otro


Sé que la frase –elaborada esencialmente por filósofos– la otredad del Otro ha merecido algunas bromas. Pero no hay fórmula filosófica que no las merezca si alguien se propone hacerse el gracioso a su costa. No me río ni hago bromas sobre ese concepto que he enunciado: la otredad del Otro revela una condición trágica e insoluble de la condición humana. La otredad del Otro es aquello que establece al Otro en mis antípodas, que lo privilegia como objeto central de mi odio, que puede hacer de mí muchas cosas que no desearía ser. No ser un asesino, por ejemplo. Cuando la otredad del Otro llega a su extremo intolerable para aquel que lo considera su Otro, la más frecuente solución es matarlo. El odio con que muchos hablan de eso que hoy han establecido como el Otro lleva a preguntarse a qué extremo serían capaces de llegar. Sobre todo porque el Otro del que hablan no los afecta directamente. Ya sabemos que la Argentina se ha deslizado de un Otro a Otro y a Otro: el gauchaje federal, el malón, la inmigración, el cabecita negra, la guerrilla, los piqueteros, etc. Siempre se necesita otro. Alguien en quien depositar el odio. Hoy, el Otro es el inmigrante. No sólo aquí. La furia es generalizada. El muro que levanta Bush contra los mexicanos. Los musulmanes de Sarkozy. Los “indeseados” de Berlusconi. A comienzos de la década del ‘90, ya Samuel H. Huntington decía que los nuevos problemas serían el Islam y los inmigrantes no deseados.
El argentimedio (que es el argentino de clase media, aunque no es toda la clase media porque ésta no es un bloque homogéneo, aunque prevalezcan en ella valores escasamente ligados a la insolidaridad) es alguien que suele considerarse –así lo dice– el jamón del sandwich. Bien analizada, esta condición no debiera ser indeseable, ya que sin jamón no hay sandwich, ya que el que come un sandwich lo come más por el jamón que por el pan o por ambas cosas. Pero la expresión señala una incomodidad: estar en el medio, apretado entre dos cosas que están en dos extremos diferentes: una parte del sandwich y la otra. Una arriba, otra abajo. El jamón, en el medio, pareciera ser la víctima de su situación en el mundo. No está en ninguna de las dos partes y no sabe a cuál pertenece ni a cuál adherir, aunque quisiera estar arriba. El argentimedio no quiere estar donde está. Necesita algo que le dé importancia. Que haga de él algo distinto de lo que es. Sale de esta situación por medio de Otro a quien odiar. “¡Nos vienen a robar el país!” dice el argentimedio de los bolivianos, los paraguayos y los peruanos, a los que ha bautizado con nombres despectivos. Bolitas a los bolivianos, por dar un ejemplo. “¿A usted le ocuparon algún terreno?”, se le pregunta. “No.”
–Entonces, ¿por qué le vienen a robar el país?
–¿Cómo por qué? Porque nos vienen a sacar el trabajo.
–¿A usted le sacaron algún trabajo?
–No.
–¿Qué país le vienen a robar?
–¿Cómo qué país? Este, el mío.
–¿Usted cree que este país es suyo?
–Claro, yo soy argentino.
Lejos está de advertir el favor inmenso que le hace el inmigrante al que odia. De pronto, el argentimedio es propietario. Tiene un país. Un país codiciado. Si no, no vendrían a robárselo. De pronto, es poderoso. La Argentina es suya. El, que era un rata como cualquier rata que anda por ahí, que era un empleado con un jefe que le arruinaba la vida, con una mujer o un marido o una familia a la que apenas aguanta, o que anda en un tacho desde el que arroja todo su odio sobre el mundo en general, que escucha las radios de derecha, que ve la TV vómito, ahora, súbitamente, habla en nombre de algo que le pertenece: el país. ¿Quién se lo dio? El Otro. El boliviano. El boliviano le dio la Argentina que, sin él, jamás habría tenido. Ahora es poderoso. Es un terrateniente. O habla como uno. Dice las palabras que decía Cané en los círculos oligárquicos de principios del siglo pasado:
–Nos vienen a quitar lo nuestro. Quieren entrar en nuestros salones. Los argentinos cada vez somos menos.
Cualquier argentimedio puede decir durante estos días:
–Los argentinos cada vez somos menos.
¡Qué enorme favor le ha hecho la otredad del Otro! La otredad es todo aquello que hace que el Otro sea el Otro. El Otro es negro, es feo, es sucio, es extranjero, es un invasor. El, no. El es argentino. Con el solo hecho azaroso de haber nacido aquí le alcanza. No necesita hacer nada más. Es argentino. Y el bolita le ha permitido sentir que la Argentina es suya. Tanto lo necesita que –si no existiera–, tendría que inventarlo. Sartre, en su ensayo sobre la cuestión judía, dice que si el judío no existiera, el antisemita lo inventaría. Lo mismo aquí: si el bolita no existiera, el argentimedio, el argentimedio(cre), el xenófobo, el racista, ese hombre pequeño que necesita odiar para existir, lo inventaría.
Fuente texto: diario Página 12, 26 de diciembre de 2010
Fuente imagen: blog humortesan.blogspot.com